Minicuentos para no pensar
Ni recordar, si es posible
Me senté en el pretil de la carretera para descansar de la larga caminata que acababa de concluir en aquel momento. Se relajaron todos mis músculos y mi mente, satisfecho de aquella leve hazaña cotidiana. Un ligero sopor me subía piernas arriba, supongo que para alojarse en mi cerebro… ¡Oh, no, no era un sopor! Se trataba de una lagartija que escalaba mi cuerpo no sé a dónde ni por qué. Sentí un asco incomprensible, una repulsión incontrolada, porque no eran las lagartijas animales que me resultaran antipáticos, como las arañas o las moscas, antes al contrario. Lo inesperado me alteró. La sacudí con la mano, cayó al suelo y con el bastón la golpeé instintivamente. Acerté a cortarle la cola sin que se desprendiera del todo, pero suficientemente para que avanzara con dificultad. La empujé con el bastón hacia la cuneta, como si la llevara a un hospital. Tal vez allí lograra reanimarse.
Cuando me alejaba observé revolotear un milano en círculos sobre el lugar donde había dejado la lagartija. Bajó el milano con la velocidad de un rayo, cogió la lagartija con su pico por la cola rota y ascendió emprendiendo vuelo seguramente hacia su nido. Me invadió una pena poco profunda, sinceramente. Aunque la alegría fue mayor cuando pude percatarme desde la lejanía que la lagartija caía al suelo quedándose el milano solamente con la cola en el pico.
Unas semana más tarde, en el mismo lugar me encontré nuevamente con la lagartija y su cola renaciendo de la herida que yo le había provocado. No sé si feliz, pero viva.
* * *
El jilguero piaba desesperadamente golpeando su pico una y otra vez contra el cristal de la ventana. Se había colado, no sabría bien decir por dónde, en la escalera y buscaba con desconsuelo una salida. Su diminuto cerebro no era capaz de distinguir la transparencia del aire y del cristal. Chocaba una y otra vez contra la ventana cerrada.
En un momento de debilidad sentimental estiré mi brazo y abrí la ventana. El jilguero, desconfiado por mi presencia, no se acercaba ya a ella. Para facilitar su huida ascendí unos escalones ocultando mi presencia. Se golpeó varias veces de nuevo contra el cristal hasta que consiguió acertar con la salida y volar por el aire libre. Sonreí satisfecho de mi buena acción de aquel día. Seguí su trayectoria que fue a parar a un arce que crecía en la acera de la calle, con sus ramas y hojas despreocupadas del mundo. No me cabe duda de que el corazoncito del pájaro, acelerado por los avatares pasados, comenzó a tranquilizarse bajo la sombra del árbol.
De repente, un gato negro apareció de la misma sombra, lo atenazó con sus patas delanteras y se lo engulló –no por negro, sino por gato.
* * *
Distraído como iba, no me percaté de una piedra que se encontraba en mitad de la acera. No era grande, había espacio por una y otra parte para no tropezar con ella; pues no, tuve que golpearla y tropezarme aparatosamente. El zapato no fue suficiente para amortiguar el daño; me dañó el dedo gordo del pie y avancé un buen rato quejándome de dolor, un dolor intenso y un cabreo que me hizo soltar una inconveniencia: ¡pues ahí queda para otro! Y así fue. Una jovencita tropezó igualmente como si la piedra persiguiera a las personas y cayó al suelo, móvil incluido que rodó a unos metros. Cuando llegué a ella para ayudarla, arrepentido de mi maldición, la chica se levantaba con presteza y moviendo el cuello a un lado y a otro, mascullado unas palabras que no entendí bien hasta no estar cerca.
– ¿Ta has hecho daño? –pregunté cortésmente, mientras ella seguía moviendo con un tic nervioso el cuello.
– ¡Oh, no señor, muchas gracias! ¡Qué bueno, ya no me duele!
– ¿No te duele la pierna?
– No, señor, el cuello. Tenía tortícolis y la caída me la ha curado. ¡Muchas gracias!
Y se alejó contenta, moviendo el cuello en todas las direcciones posibles, con una amplia sonrisa en los labios. Miré la piedra con incredulidad y volví a maldecir: ¡Ahí queda para otro! Esta vez, sin embargo, no me quedé para conocer a ese “otro”, ni siquiera miré hacia atrás mientras me alejaba.
* * *
Da la impresión de que hay cosas imposibles de creer por la concurrencia de casualidades y que, sin embargo, suceden. Lo que voy a contar de mi tío Antonio es tan cierto como que hemos de morir todos, como él murió sin pena ni gloria. ¡O sí, no lo sé!
En un pueblo, no diré cual para que no se identifique al sujeto, un joven de veinte años –más o menos y por redondear– sufrió un infarto fulminante. El médico diagnosticó su irremisible muerte. La familia preparó su mortaja, llamó a la compañía funeraria y esta le transportó hacia el tanatorio en su coche fúnebre.
A la mitad del camino chocó el coche fúnebre que le transportaba frontalmente con una ambulancia. El muerto, abierta la puerta de la ambulancia y de la caja con el impacto, quedó en el asfalto y el herido de la ambulancia también. Cuando llegaron otras ambulancias, la guardia civil, los bomberos, con mucha presteza introdujeron al muerto en su caja y se llevaron en la camilla al paciente infartado.
A mi familia, la permitieron ver a mi tío Antonio una hora después de llegar al hospital. Pero aquel no era el tío Antonio, sino un joven que había padecido un infarto y se recuperaba después de recibir un fuerte impacto. Rápidamente, sospechando lo sucedido, se desplazaron al Tanatorio. Abrieron la caja mortuoria y allí estaba el tío Antonio con sus 95 años recién cumplidos y otro infarto menos fulminante, pero muerto.
Los llantos se distribuyeron aquella tarde entre las familias, unos de alegría y otros de pena.
¡Cosas de la vida! ¡Para qué darle más vueltas!
JotaeMeGe
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