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Ya me manché

Soy propenso a mancharme, lo que quiere decir, que soy un descuidado, que no preveo que algo pueda manchar y te manche. No soy un guarro. Eso son palabras mayores para una simple mancha que por azar o por malicia se dibuja sutilmente sobre alguna prenda o sobre tu cuerpo o sobre algún objeto que teóricamente ha de permanecer impoluto, inmaculado. Imposible. Las grasas, tan suculentas al paladar, se vengan inmisericordes de nosotros dejando caer una lágrima sobre nuestros pantalones o blusas, antes de ser sacrificadas en nuestra boca. ¡Tiene que ser una venganza, no lo dudo!

¿Pero qué es una mancha? Difícil definirlo. Incluso la forma de pronunciarlo cambia su sentido. No es lo mismo “Ya me manché”, que “Ya te manchaste”. Esta última añade a la mancha un sentido de culpa, de reproche, rayano a la guarrería, al abandono, a la negligencia; mientras que “Ya me manché” incluye una disculpa sobre un acto fortuito, al azar, que hace reo al camarero, a la cocinera, a la cuchara, al plato, pero no a nosotros mismos. El punto de vista entre el “me” y el “te” dota a la mancha de adjetivos distintos.

Recuerdo una anécdota que contaba mi padre y que a pesar de los años no he olvidado por lo que tiene de enseñanza, de fábula, de parábola, diremos para darle más categoría. Éranse los años veinte, los locos años veinte del Charleston y Foxtrot. Y érase también la moda en los hombres de llevar gabardinas talares, hasta los pies, de tela caída y arrugada, precursora de Adolfo Domínguez. Pues bien, era moda de llevarla manchada de grasa, grasa de coche, discretamente, pero grasa y mancha. Se trataba de las gabardinas que usaban los conductores para proteger sus trajes, pero que indicaban que el portador tenía o conducía coches. La mancha era signo de distinción. La mancha era bella. Hoy la gabardina ha traspasado sus poderes al pantalón vaquero, añadiéndole el roto. El pantalón vaquero que nació como traje de faena, ha pasado a prenda de vestir, informal, en que las manchas se disimulan muy bien, porque no son manchas, son desgastes del tejido provocados, distintos tonos que podríamos definir como manchas o defectos de fabricación en otra época. Pero la mancha es distinta. La mancha se produce con el uso. Si viene de fábrica no es mancha; si denota distinción tampoco. Solo y exclusivamente si se produce en una comida, acercándote a un objeto manchado, vertiendo sobre la prenda algún líquido que decolore el tejido o las manos o la cara o algún otro objeto. Decolorar, no, he dicho mal. Es más exacto cambiar de color. ¿Una mancha es un cambio de color con otra sustancia? ¿Un tatuaje es una mancha? ¿Unos labios pintados están manchados? Su huella sobre el borde de un vaso, seguro; sobre los labios de otra persona…¡depende!

O séase, que la mancha, las manchas son subjetivas. A mí personalmente las manchas que tiene el sol me traen al pairo y no pido a la NASA que lo meta en la lavadora. Una mancha de pintura en la pared será mancha si su forma no es estética; si lo es, pasa de la categoría de mancha a arte.

¿Y las nubes, son manchas en el cielo? Para un agricultor seguro que son una teofanía; mientras que para un excursionista, una amenaza.

Si no hubiera tratado de este tema no hubiera caído en que vivimos en un mundo de manchas, manchas naturales a las que no llamamos tal y manchas antropogénicas, es decir, producidas por el hombre. Las calles están llenas de grasa de coches, de chicles, de arena, de polvo,… ¡de manchas en definitiva! Y pasan desapercibidas hasta que te manchas el cuerpo con ellas o alguna prenda de vestir.

Sí, las manchas son subjetivas. Tal vez algún día, como en los años veinte, las manchas en la ropa no sean tales ni necesiten frotar y lavadora; tal vez las observemos con detenimiento y de un modo circunspecto intentando descubrir en ellas una figura como hacemos con las nubes. ¡Quién sabe! ¡Somos tan raros!

¡Vaya, ya me manché! ¡Ah, no! Son dos manchitas redondas de tomate con forma de gato, con su rabito y todo, incluso con bigotes. ¡Qué bonito!

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