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El hombre-anuncio

Ya no existen, creo yo, pero de cuando en cuando enalguna película de otra época, aparece el hombre-anuncio que a modo de escapulario monjil transporta dos paneles (a espaldas y frente) con el anuncio de algún producto, alguna película, alguna casa comercial. Tenía este sistema una ventaja con respecto al anuncio mural: llamaba la atención con su voz, con sus giros, con su presencia o con su molestia y además, con un solo anuncio servía a una veintena o treintena de calles, si no a toda la ciudad. Pero ya no existen. ¿O sí?

Paseemos por cualquier calle de la ciudad en busca de un hombre anuncio. Tal vez debamos recorrer las afueras de la ciudad o un pueblo donde siempre se conservan más los objetos “vintage”. O tal vez, no. Vayamos a la plaza, al lugar más concurrido. Y hete aquí el primer hombre o mujer anuncio: lleva una camiseta con la palabra Coca-Cola en pecho y espalda. Le han liberado del panel doble colgado a los hombros. Lleva ufano la camiseta que para más abundamiento exhibe el dibujo de una botella modelo de la marca. Recorrerá con su anuncio toda la ciudad, y seguramente otras ciudades del mundo. Y no será él o ella solos. Habrá cientos, miles de personas-anuncio. Pero atención, allá por la esquina aparece otra persona con una camiseta que anuncia la marca Benetton. Y otra más que dice amar (corazón) Salamanca. Otra que exhibe el escudo de su equipo favorito; otra, el sello de una universidad. Y así al menos una veintena. 

El hombre-anuncio clásico llegaba a casa y se despojaba de su carga como quien se quita unos zapatos incómodos. El nuevo, el que hemos visto proliferar en las calles, lo lleva cómodamente hasta en casa. A cambio, está impreso de tal modo, que no puede borrarlo sin estropear la prendani tiene que devolverlo. Al clásico, le pagaban una miseria por el servicio, pero le pagaba. El nuevo, paga él mismo su cartel anuncio. ¡Qué paradoja!

Estas formas de hombre-anuncio o mujer-anuncio se han introducido subrepticiamente en nuestras vidas, sin darnoscuenta. No me imagino al comerciante proponer a alguien algo como esto: 

– Oiga, mire, tengo estas camisetas-anuncio y quiero que las exhiba por la ciudad, en interiores y exteriores, en cines y teatros, en campos de fútbol y en bares, por la módica cantidad de 20 euros.

– ¡Bueno, es un modo de ganarme un dinero extra!
– No, no lo ha entendido, es usted quien me tiene que pagar 20 euros a mí. A cambio puede quedarse con la camiseta-anuncio hasta que la deseche o la rompa.

Sinceramente, no me lo imagino, aunque es exacta y subrepticiamente lo que se está haciendo. Como tampoco me imagino que los taxistas tuvieran que pagar por los anuncios que llevan en sus coches. A ellos les pagan. 

El hombre-anuncio o la mujer-anuncio se ha constituido en moda y se exhiben por las calles sin contrato alguno. Tres cuartos de lo mismo sucede con las bolsas que te regalan (¿?) en las tiendas con su logo o su nombre. ¡Propaganda gratis y reutilizable!

Hay, no obstante, otra modalidad de hombre-anuncio o mujer-anuncio más asombrosa y paradójica: la marca. Decir marca es decir fabricante o diseñador; decir marca, es decir logotipo o firma de los susodichos, expuesta ya no en el interior de la prenda, sino a la vista. El más famoso es el cocodrilo de Lacoste. También lo son el de Adolfo Domínguez o de Bimba y Lola, o de tantos otros. El logotipo y la prenda, por consiguiente, se convierten en objeto inimitable, aunque todos sabemos que abundan los imitadores y los estafados. Pero más estafados somos los compradores, porque las prendas que se dicen originales, a veces, se fabrican en lugares exóticos sin control de calidad. No diré China o India por no ofender a estos países a los que se les exige un bajo precio y ellos contestan con una menor calidad. Tampoco hablaremos del trabajo infantil, porque no quiero entrar en polémicas.

No es eso, sin embargo, lo más paradójico, ni tampoco pagar por la propaganda, sino el marchamo de distinción social que marca la marca, valga la “rebuznancia”. El cocodrilo se exhibe como signo de distinción de una clase social o que la persona que lo lleva, la pretende. Ese marchamo de distinción hace que la prenda tenga un precio muy superior a su coste o tal vez al revés, que sea su coste el que marque la distinción.

Pagar por anunciar un producto ajeno y sentirse orgulloso de ello me parece lo más absurdo, contradictorio y degradante de nuestra especie. No creas, querido lector, que me excluyo de esta práctica: ¡Estamos todos en el mismo saco! Porque no solo se extiende a las prendas de vestir. Lo encontramos en los coches, en los lavavajillas, en los relojes, en las gafas, en los ordenadores,… Es una práctica generalizada. Nos hemos convertido en hombres-anuncio, en mujeres-anuncio; pagamos por ello y nos sentimos orgullosos de nuestro trabajo no remunerado. ¡Bien por nosotros!

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