Campo de fútbol al cubo
Hasta hace algún tiempo –contemos en años; o mejor en lustros, o séase, quinquenios, o séase periodos de cinco años– me consideraba un hombre medianamente culto, estudiado, leído y sabido, aunque los fallos de memoria me están convirtiendo en menos leído y sabido. Defectos de la edad aparte, en lo que nunca me paré a pensar, es en ser absolutamente analfabeto en algo. Y confieso que lo soy: en fútbol.
Tendré que hacer una precisión para que se me entienda. A mí me gustó jugar al fútbol en mi juventud, incluso diré más, tuve la desgracia de experimentar la enemiga de todos los compañeros al ejercer a veces de árbitro. ¡Qué papel tan desagradable, sobre todo para mí que me tomo las cosas tan en serio! Bueno, no todas, tengo mis momentos y el de árbitro era uno. Esto quiere decir que me sé el reglamento, me sé las reglas del juego que por cierto no han cambiado mucho desde su invención británica.
Si alguien me pregunta si me gusta el fútbol, me lo tengo que pensar, porque hoy en día gustar el fútbol puede significar dos cosas, a saber, como decíamos antes:
– Que te gusta correr tras o con la pelota hacia el campo contrario, pasársela a los compañeros y marcar gol si la suerte y pericia te acompañan.
– Que te gusta ver cómo juegan los demás, sentir la pasión de que gane el equipo de tu afición. La diferencia parece estar en ser futbolista o futbolero.
Mi respuesta sería sí y no, respectivamente. Ambas cosas no son incompatibles. Te pueden gustar las dos, ser indiferente a las dos, gustar de la primera como a mí, o solo de la segunda. Estoy seguro de que una gran mayoría se encuentra en la segunda, en el sentido de no haber jugado nunca al fútbol, pero ser un forofo o un fans de algún equipo. Su pasión y conocimientos de la historia de su equipo y de los demás, de las distintas ligas y campeonatos, de las técnicas deportivas, de las virtudes y defectos de un partido o de un jugador,… no se ponen en duda, pero quizá no ha dado una patada a un balón. No cuenta cuando te llega un balón de unos niños que juegan junto a ti y le haces la faena de patearla y mandarla al quinto carajo por impericia y fastidio de los niños que te insultarán por lo bajo. Ese es un momento de gloria que te avergonzará durante unas horas, pero no es jugar al fútbol.
En la última acepción es en la que me considero un ignorante supino, porque no me gusta ver jugar al fútbol. A pesar del machaconeo de los noticiarios, de los cientos de programas dedicados a ello, de las conversaciones de amigos, de la inmovilización ciudadana cuando se juega un partido de importancia, me reconozco un ignorante absoluto. Aún así, me entero de las victorias de algunos equipos por los alborotos y gritos de mis vecinos: a más griterío más goles del equipo partidario. Si juega España, no cabe duda de quién son los goles marcados y del griterío.
¡Bicho raro que soy! Sí, lo reconozco humildemente. He intentado ver algún partido al menos para tener de qué hablar con mis amigos, pero me he aburrido, he desistido. Me falta pasión por algún equipo. Porque de eso se trata. No de que el juego sea mejor en unos que en otros, que debería ser el objeto del mismo, a mi entender, sino de que se metan más goles, perdón, de que el equipo de mi afición meta más goles, es decir, gane. Lo contrario es motivo de un disgusto que puede llegar al infarto. De ahí que cuando es la selección española la que juega se convierta en bandería y guerra contra los demás países (de momento relativamente pacífica). Y ya que hablamos de bandería, diré que la bandera roja y gualda, denostada en otras circunstancias y ocasiones, se convierte en símbolo unánime e indiscutible del evento, ostentándola en balcones y ventanas, ondeándola en los campos. ¡Pobres republicanos! ¡Qué dilema se les debe de plantear en estas ocasiones! Y no digamos los separatistas.
Esa pasión desenfrenada por el equipo propio llega al extremo de odiar al contrario, de desearle todos los males, de insultar a los jugadores que en realidad son solo profesionales extraordinariamente pagados. Cada vez se da con más frecuencia ver partidos del equipo contrario cuando no juega contra el nuestro, por el placer de que pierda. ¡Qué curiosa reacción si se la mira fríamente! Entra dentro del consabido dicho de que el enemigo de mi amigo es mi enemigo.
Yo, como una gran mayoría, hemos estudiado el sistema decimal de medidas, sistema que en el siglo XIX costó dios y ayuda a nuestros tatarabuelos aprender. Pues hoy se ha introducido una medida nueva que no es decimal: el campo de fútbol. Observen, observen como cada vez con más frecuencia se hace uso de esta medida. “Se está construyendo un complejo hotelero como cuatro campos de fútbol”. A pesar de la inexactitud de la medida, nos hacemos una idea aproximada. En mi ignorancia supina, juro que no sabría calcular a cuánto sale el metro cuadrado.
¡Lástima de mí! ¡Reconozco que la culpa es mía! ¡Algún mal me aqueja! Yo creí que el mío era un problema dediscapacidad en inteligencia emocional o social, hoy me he dado cuenta de que también es matemático. Prometo ir a un psicoanalista en breve para ver si lo mío es patológico, por eso de que lo anormal es patológico. Tal vez mi terapia consista en ponerme partidos de fútbol en la televisión y gratificarme con un pastel cada vez que meta un gol el equipo del que es partidario el psicoanalista. No sé, ya contaré cuando me sane.
JotaeMeGe
Hasta hace algún tiempo –contemos en años; o mejor en lustros, o séase, quinquenios, o séase periodos de cinco años– me consideraba un hombre medianamente culto, estudiado, leído y sabido, aunque los fallos de memoria me están convirtiendo en menos leído y sabido. Defectos de la edad aparte, en lo que nunca me paré a pensar, es en ser absolutamente analfabeto en algo. Y confieso que lo soy: en fútbol.
Tendré que hacer una precisión para que se me entienda. A mí me gustó jugar al fútbol en mi juventud, incluso diré más, tuve la desgracia de experimentar la enemiga de todos los compañeros al ejercer a veces de árbitro. ¡Qué papel tan desagradable, sobre todo para mí que me tomo las cosas tan en serio! Bueno, no todas, tengo mis momentos y el de árbitro era uno. Esto quiere decir que me sé el reglamento, me sé las reglas del juego que por cierto no han cambiado mucho desde su invención británica.
Si alguien me pregunta si me gusta el fútbol, me lo tengo que pensar, porque hoy en día gustar el fútbolpuede significar dos cosas, a saber, como decíamos antes:
– Que te gusta correr tras o con la pelota hacia el campo contrario, pasársela a los compañeros y marcar gol si la suerte y pericia te acompañan.
– Que te gusta ver cómo juegan los demás, sentir la pasión de que gane el equipo de tu afición. La diferencia parece estar en ser futbolista o futbolero.
Mi respuesta sería sí y no, respectivamente. Ambas cosas no son incompatibles. Te pueden gustar las dos, ser indiferente a las dos, gustar de la primera como a mí, o solo de la segunda. Estoy seguro de que una gran mayoría se encuentra en la segunda, en el sentido de no haber jugado nunca al fútbol, pero ser un forofo o un fans de algún equipo. Su pasión y conocimientos de la historia de su equipo y de los demás, de las distintas ligas y campeonatos, de las técnicas deportivas, de las virtudes y defectos de un partido o de un jugador,… no se ponen en duda, pero quizá no ha dado una patada a un balón. No cuenta cuando te llega un balón de unos niños que juegan junto a ti y le haces la faena de patearla y mandarla al quinto carajo por impericia y fastidio de los niños que te insultarán por lo bajo. Ese es un momento de gloria que te avergonzará durante unas horas, pero no es jugar al fútbol.
En la última acepción es en la que me considero un ignorante supino, porque no me gusta ver jugar al fútbol. A pesar del machaconeo de los noticiarios, de los cientos de programas dedicados a ello, de las conversaciones de amigos, de la inmovilización ciudadana cuando se juega un partido de importancia, me reconozco un ignorante absoluto. Aún así, me entero de las victorias de algunos equipos por los alborotos y gritos de mis vecinos: a más griterío más goles del equipo partidario. Si juega España, no cabe duda de quién son los goles marcados y del griterío.
¡Bicho raro que soy! Sí, lo reconozco humildemente. He intentado ver algún partido al menos para tener de qué hablar con mis amigos, pero me he aburrido, he desistido. Me falta pasión por algún equipo. Porque de eso se trata. No de que el juego sea mejor en unos que en otros, que debería ser el objeto del mismo, a mi entender, sino de que se metan más goles, perdón, de que el equipo de mi afición meta más goles, es decir, gane. Lo contrario es motivo de un disgusto que puede llegar al infarto. De ahí que cuando es la selección española la que juega se convierta en bandería y guerra contra los demás países (de momento relativamente pacífica). Y ya que hablamos de bandería, diré que la bandera roja y gualda, denostada en otras circunstancias y ocasiones, se convierte en símbolo unánime e indiscutible del evento, ostentándola en balcones y ventanas, ondeándola en los campos. ¡Pobres republicanos! ¡Qué dilema se les debe de plantear en estas ocasiones! Y no digamos los separatistas.
Esa pasión desenfrenada por el equipo propio llega al extremo de odiar al contrario, de desearle todos los males, de insultar a los jugadores que en realidad son solo profesionales extraordinariamente pagados. Cada vez se da con más frecuencia ver partidos del equipo contrario cuando no juega contra el nuestro, por el placer de que pierda. ¡Qué curiosa reacción si se la mira fríamente! Entra dentro del consabido dicho de que el enemigo de mi amigo es mi enemigo.
Yo, como una gran mayoría, hemos estudiado el sistema decimal de medidas, sistema que en el siglo XIX costó dios y ayuda a nuestros tatarabuelos aprender. Pues hoy se ha introducido una medida nueva que no es decimal: el campo de fútbol. Observen, observen como cada vez con más frecuencia se hace uso de esta medida. “Se está construyendo un complejo hotelero como cuatro campos de fútbol”. A pesar de la inexactitud de la medida, nos hacemos una idea aproximada. En mi ignorancia supina, juro que no sabría calcular a cuánto sale el metro cuadrado.
¡Lástima de mí! ¡Reconozco que la culpa es mía! ¡Algún mal me aqueja! Yo creí que el mío era un problema dediscapacidad en inteligencia emocional o social, hoy me he dado cuenta de que también es matemático. Prometo ir a un psicoanalista en breve para ver si lo mío es patológico, por eso de que lo anormal es patológico. Tal vez mi terapia consista en ponerme partidos de fútbol en la televisión y gratificarme con un pastel cada vez que meta un gol el equipo del que es partidario el psicoanalista. No sé, ya contaré cuando me sane.
JotaeMeGe
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