Sírvase usted mismo
Y la señora Benita bajaba del segundo piso a despachar. Había quién colocaba una campanilla en la puerta de entrada que sonaba al abrir y a cuyo tintineo acudía el tendero o la tendera desde la estancia en que estuviera, tal vez en la cocina preparando la comida, tal vez cosiendo en la camilla. En este nuestro caso, la señora Benita bajaba al oír su nombre para servir la comanda en su diminuta tienda: unos chicharros en escabeche en la cazuela que se llevaba al efecto, o un kilo de lentejas que envolvía en bolsas de papel de estraza, o un litro de vino vertido en la botella del propio cliente, o…, o… Era esta una escena popular de los años 60 y anteriores. Las tiendas de ultramarinos, más amplias y más surtidas proliferaron en las ciudades primero y en los pueblos después. A mí siempre me llamó la atención la palabra Ultramarinos, tal como decir Allende el mar, aunque los productos fuerande aquende, o sease, del pueblo de al lado.
Para no tener que esperar en la cola a que te sirvieran, se inventó la tienda de “sírvase usted mismo” con una caja a la salida donde pagar. Ahora esperamos en la caja con colas más largas. Y a la par de este cambio surgió la mercadotecnia, que estudia la forma de que se compre más y lo que el comerciante quiere. Los productos no se colocan en los estantes arbitrariamente, sino midiendo las alturas conforme lo que el vendedor quiere que se venda más o menos. La música ambiental, tan inocente, tan relajante, será más sonora o más rítmica si el vendedor decide que compres más o menos deprisa. Se estudia el formato de los envases, los colores, los dibujos, –no hablemos de los anuncios televisivos, radiofónicos e impresos– para provocar en el comprador el deseo o conocimiento sobre el producto. Y también están las ofertas. El 2×1 parece el más eficaz o esa franja visual en el envase que te marca la cantidad que te regalan por comprar un producto con un tercio más de contenido. Las ofertas –perdóneseme ser desconfiado– me huelen siempre a gato encerrado. Se decía hace tiempo que nadie regala duros (monedas de 5 pesetas, para quien no lo conociera) a cuatro pesetas, que traducido al lenguaje actual serían“pavos a 80 céntimos”. Pienso para mi interior que se pretende promocionar una marca nueva o un nuevo envase o el producto de siempre que ha bajado de ventas o deshacerse de un stock excesivo del producto o a punto de caducar, o equilibrar el balance anual de ventas. Porque, sinceramente, regalar por regalar, hacerle un favor al comprador, pues ¡qué quieres que te diga, querido lector!, no me lo creo. Y nuevamente somos incitados –parece que decir engañados es muy fuerte– a comprar. Y compramos y hemos ido al supermercado expresamente por la oferta. Nos hemos ahorrado un buen dinerito, haciéndole un favor al vendedor. Claro que si hemos acudido al supermercado en coche, tal vez, lo comido por lo servido.
Y, al fin, llegamos a la caja. Otra nueva oferta, la de fidelización por medio de la tarjeta del establecimiento. Un descuento por cantidad de compra, un nuevo favor que nos hace el vendedor, permítaseme la ironía. Se aseguran de que compres más y siempre en sus establecimientos.
Si una vez en la caja, te has confundido en algún producto en el momento del pago, o lo dejas o vuelves al estante a colocarlo y coger el que deseabas a toda velocidad, como pidiendo perdón a la cajera. Obediente, sumiso, buscas el lugar donde cogiste el producto y ¡vaya! se cayeron al suelo dos o tres. ¡Qué manazas soy! Y más sumiso aún, intentas colocarlos en la estantería en el mismo equilibrio inestable en que estaban, porque, claro, la culpa es tuya. No te digo si rompes un artículo dentro del establecimiento. El sentimiento de culpa es inevitable y si se desparrama el contenido, serías capaz de pedir una fregona para recogerlo.
Vuelves a la caja y agradeces a la cajera que te haya reservado las compras que ya había contabilizado, que te haya permitido acudir a descambiar el producto sin tener que volver a la cola. ¡Pufff, qué alivio! Un nuevo favor, sin duda.
Tu bolsa que en principio era para ahorrar el consumo de plásticos, resulta que lleva el logo de algún supermercado, y que en algún momento te la han cobrado. Propaganda que paga el comprador. Necesitas otra, y te la venden. ¡Qué considerados! Tienen a mano cerca de la caja bolsas donde meter los productos por un módico precio. Las de la fruta, las de la carne, las del pescado, te las regalan ¡ejem!, las de la caja te las cobran. A veces, esto de la ecología beneficia más a los comerciantes que al medio ambiente. Y nosotros convencidos de que tiene que ser así.
Últimamente están proliferando los supermercados que tienen cajeros automáticos donde recuentas los productos y pagas, es decir, realizas la labor de un empleado que acabará por desaparecer por falta de oficio.
Llegas a casa, desenvasas los productos o los guardas envasados, pero en cualquier caso acumulas cantidad de basura que habrás de tirar: plásticos, papeles, cartones, corcho sintético… Y hete aquí que aparece de nuevo la ecología. Ya no es solo que te obliga a comprar bolsas al efecto y llenarla con los productos sobrantes (basura), ahora tienes que disponer de tres o cuatro bolsas y cubos de basura para reciclar. Debes llevar cuatro bolsas a un punto tal vez alejado de tu casa y depositarlas ordenadamente. Y nos sentimos ciudadanos responsables por realizar ese trabajo no remunerado, antes al contrario, trabajo que nos cuesta dinero, tiempo y esfuerzo. Alguien,tal vez, debiera explicarnos si nuestro trabajo merece la pena o no, es decir, cuánto se aprovecha de nuestro esfuerzo, porque corre el rumor de que la mayoría de nuestros residuos van a un mismo lugar o a empleados que deben seleccionar nuevamente los productos. ¿Y quién ha producido la mayoría de esos productos que tenemos que reciclar? Sinceramente, la señora Benita, no. Ha sido el sistema del “sírvase usted mismo” que en realidad quiere decir: haga usted de tendero, de cajero, de basurero y sonría. ¡Son los nuevos tiempos!
JotaeMeGe
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