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El bolígrafo: ¡hasta aquí hemos llegado!

 

He ido hoy a buscar un bolígrafo a una papelería. La dependienta me ha mostrado cinco estantes de ellos, de todos los colores y formas, hasta con cuerpo de dinosaurio o de Mickey Mouse. Me ha invadido la indecisión, solo quería un bolígrafo y me encuentro delante de un muestrario inacabable. La solución más frecuente para mí en estos casos es elegir al azar. Y así lo hice, aunque mientras iba hacia casa me entraran dudas: debía haber comprado uno más consistente, debía haber comprado uno de punta gruesa, debía haber comprado uno azul oscuro, porque este rosa resulta demasiado llamativo,… ¡Qué indecisión! Me percaté de que no lo había probado. ¡Verás como la tinta está coagulada como sangre de tres días y no escribe!

¡Pero bueno, si solo es un bolígrafo y me comporto como si me fuera la vida en ello! Sí, pero la compra de ese bolígrafo tiene un antes y tendrá un después. El antes fue esta mañana, cuando precisaba algo con que firmar unos documentos. Busqué en el cajón donde solía almacenar plumas, rotuladores y bolígrafos, porque dispongo de un cajón donde almacenarlos. Debía de haber unos quince: cuatro elegantísimos y de marca, regalos de cumpleaños o Reyes; seis de propaganda; otros cuatro de Bancos, de cuando te los prestaban altruistamente, no cuando los ataban con cadenas para que nadie se los llevara. ¡Ellos te llevan tu dinero por nada y son incapaces de regalarte un bolígrafo para firmar un cheque! ¡Qué roñosos! Bueno, ya lo sabemos, en su defensa diremos que algunos te regalan caramelos. A lo que voy, que cuatro eran de bancos, con su logo en un lateral identificando su marca comercial. Seguramente, como sucedía o sucede aún con frecuencia, tras la firma en el banco o cualquier otra dependencia donde haya de estamparse la rubrica, involuntariamente terminaban en nuestro bolsillo con un movimiento automático. ¡Qué vergüenza si el dependiente te lo pedía antes de salir del establecimiento! Peor aún si según caminabas hacia la puerta le oías murmurar después unas avergonzadas disculpas: “Perdón, perdón, no me he dado cuenta”. “Sí, sí, como quien no quiere la cosa, bolígrafo al bolsillo”. Total cuatro de bancos –alguno por despiste–, cuatro de regalos, seis de propaganda, y… ¡falta uno! Desnaturalizado, de origen incierto y seguramente roto y mordido en su extremo, el decimoquinto: un bolígrafo BIC cristal, transparente y escondido tímidamente debajo de una libreta. El hermano pobre de los bolígrafos.

Uno tras otro fueron pasando por el detector de funcionamiento, un papel –o mejor un cartón– sobre el que se frota la punta. Ninguno escribía. De poco sirvió acercarlos a la boca para exhalar sobre ellos el aliento; de poco, frotarles contra la suela del zapato. ¡Ninguno, no funcionaba ninguno! Llevaban años sin usar y se aperrangaron (salmanticismo, tirarse en el suelo enfadado negándose a obedecer, y si es niño, llorando o gritando). Hete aquí que no me quedó más remedio que bajar a la papelería y comprar uno. Me da la impresión de que el bolígrafo elegido me sonrió ufano, presumiendo delante de los que se quedaban en la tienda como un huerfanito que es elegido por una buena familia. Firmé el documento con el nuevo bolígrafo y allí quedó en el cajón, aperrangado, para otros tantos años hasta momificarse.

Otro invento que irá en breve a la basura histórica. Está en vías de extinción. Los móviles, las tablets, los ordenadores parecen estar al acecho para desterrarlo de nuestras vidas. ¿Cuándo? Vistas las estanterías y variedad de bolígrafos en las librerías-papelerías da la impresión de que gozan de buena salud, pero al final…

¿Desaparecerá también el aprendizaje de la escritura? ¿Desaparecerá la escritura en sí? Tantos siglos de uso, tantos esfuerzos para aprender a escribir en nuestra infancia. Y la humanidad histórica golpeando piedra sobre piedra, usando el dedo sobre la arena, el punzón sobre la pizarra, la pluma de ave, la pluma estilográfica, el magnífico invento del bolígrafo… para pasar a un rincón de un museo etnológico, donde nuestros descendientes se reirán de estos dispositivos de comunicación, de nuestro arduo trabajo para llegar a fósiles de un tiempo pasado.

 

Después de firmar el documento, el bolígrafo me miró entristecido, con ojos de cordero a punto de ser degollado, como pidiéndome que le colgase en el bolsillo de la chaqueta por su prendedor, como si fuera un caniche asomando la cabeza para ver pasar el mundo, mi mundo. No, me negué. Demasiadas camisas me estropearon los bolígrafos con su afán mingitorio en los días de verano o junto a la calefacción. Allí quedó, en el cementerio de los bolígrafos inservibles, como tuerto entre ciegos. Y su huella, mi firma, en el papel. Otra práctica en vías de extinción, la firma en tinta. Incluso el garabato identificativo de la persona está en la cuerda floja, muy floja. Pero de eso hablaré otro día. Sirva este artículo de hoy como despedida y homenaje al bolígrafo, último vástago de la escritura manual. ¡Larga vida al bolígrafo, aunque sea en su cajón mortuorio!

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