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Adversarios y reversarios

Tuve una temporada en mi juventud madura en que me apasionó el juego del ajedrez. No me negarás, lector, que solamente las piezas del juego tienen ya un cierto atractivo. El tablero dividido en 64 escaques o cuadros de dos colores alternativos (claro y oscuro) llama la atención de tal modo esta distribución de cuadros que se llama ajedrezado y se utiliza con frecuencia en los escudos heráldicos o la decoración de muebles o paredes. Queda por dilucidar si fue antes el huevo o la gallina; es decir, primero los cuadrados dispuestos de esa forma o el tablero del ajedrez. Visto así, el tablero colgado en una exposición podría pasar por un cuadro moderno. ¡Definitivo: el tablero es una obra de arte!

Y qué decir de las figuras que representan personas. No personas cualquiera, sino una sociedad medieval y aguerrida completa: rey y reina, con más poder la segunda que el primero aunque el juego termina con la captura o muerte del primero; alfiles, con su cabeza hendida que representa la mitra episcopal y se mueven sibilinamente en diagonal; los caballos o caballeros cuyo movimiento se asemeja al salto del animal y la ligereza del jinete; las torres defensivas de movimientos torpes, dirigidas sobre ruedas en el campo de batalla y, por tanto, sólo móviles en horizontal o vertical; y… Los pobres peones, la infantería, el pueblo, en mayor número, en la vanguardia para recibir el primer encontronazo en la lid. Sus movimientos son lentos, de escaque en escaque, conteniendo de frente al enemigo, pero jugado su baza en diagonal, con artimañas.Hay dos ejércitos de piezas, de 16 piezas cada uno; perotambién en cada ejército existe una disposición seccionadapor la mitad, por el rey y la reina: el rey con su alfil, caballo y torre por orden de prelación a su derecha. ¡A su derecha, ojo! La derecha era un lugar de predilección.Otros tanto para la reina, pero a su izquierda. ¿Tendrá alguna  significación? ¿Será un “tanto monta, monta tanto…” –me refiero al concepto, no a la frase atribuida al lebrijano para los Reyes Católicos que fue muy posterior a la invención del ajedrez– ¿Y otra sorpresa: el peón? Esta pobre figura, humilde, despreciable en principio, sin apenas importancia, si es capaz de llegar al trono del rey enemigo, se convierte en rey alternativo con los mismo poderes. ¡Albricias! Uno de la gleba convertido en rey. Difícil, pero posible, en momentos en que el campo de batalla parece más despejado, cercano a la victoria o a la derrota.

Tuve una temporada en mi juventud madura en que me apasionó el juego del ajedrez, repito y no se me daba mal, hasta que jugué contra un profesional y se me cayeron los palos del sombrajo. Comprendí que el juego del ajedrez es complejo, que has de intuir un buen número de jugadas previsibles del contrincante antes de realizar un movimiento propio. Se tiene la falsa idea de que desarrolla la inteligencia, pero aquí estoy de acuerdo con un humorista español, que apostilló que el ajedrez desarrolla la inteligencia para seguir jugando al ajedrez. Nada más. Pero es un juego bonito, elegante, complejo y acomplejante.

Para practicar jugaba partidas contra mí mismo y en ello radica mi meditación de hoy: jugar contra uno mismo. ¿Quién era mi adversario? ¿Quién ganaba o perdía? ¿Sería capaz de no inclinarme por las blancas o las negras? Me vas a permitir, querido lector, que juegue con blancas y rojas, no siendo que las piezas negras despierten suspicacias. De hecho, el ajedrez es un poco racista: salen en primer lugar las blancas, o lo que es lo mismo, comienzan la batalla, o son las protagonistas que comienzan con alguna ventaja estableciendo el primer ataque. ¿Seré capaz de hacerme trampa para que ganen las de mi elección si es que tengo alguna? ¡Qué absurdos somos lo humanos! Basta con dar la vuelta al tablero para que tus amigos predilectos se conviertan en enemigos. Y tus adversarios en colegas. Si se concediera una medalla al ganador, ¿se la darían al perdedor o al ganador o al perdedor-ganador o al ganador-perdedor? ¿Quién empujaría a quien al subir al podio? Lo único que recuerdo de aquellas partidas era que había ganado sin ningún remordimiento contra el adversario-perdedor que no era yo, sino un ente escondido y tendido en el tablero.

¡En qué lío me he metido!

Esto me lleva irremediablemente a otra experiencia de mi juventud. Tuve un profesor de gimnasia y deportes al que se le ocurrió una feliz idea (¿?) jugando al fútbol. Echamos suertes para elegir los dos bandos. No quería que eligiésemos por calidad o por amistad, sino arbitrariamente. A mi grupo le tocó uno de los mejores, o el mejor, lo que nos movió a soltar una exclamación ruidosa de alegría. Metió dos goles en los primeros 10 minutos lo que nos alegró sobremanera. Pero hete aquí que el profesor, también psicólogo, quiso experimentar con nosotros. Cada 10 minutos cambiaba de bando a los que mejor habían jugado de cada equipo. Los que antes eran adversarios se convirtieron en compañeros. ¡Qué decepción! El mejor jugador nos metió tres goles. A los siguientes 10 minutos, cambio de bando de los 5 que peor habían jugado. En este caso salimos ganando, porque los peores del otro campo, eran mejores que los peores del nuestro. No sé por qué a mí nunca me tocó cambiar. Al parecer era una medianía; una medianía que perdió el partido. Pero el resto de mi equipo, o por mejor decir, los que cambiaron de campo, ¿se sentía ganadores o perdedores? Esa fue la pegunta que les hizo el profesor. Y les preguntó también si habían sentido animadversión contra los que unos minutos antes habían sido sus compañeros de juego. Nunca nos comentó los resultados de sus encuestas. Pero de vez en cuando me vienen a la mente las partidas de ajedrez contra mí mismo y aquel partido de fútbol. Y me armo tal lío que no sé qué responderme. Aunque en ocasiones me pregunto cuál sería la reacción de los hinchas si ambos equipos fueran de su afición o si se cambiaran los jugadores cada cierto tiempo.

¡Vale, terminaré aquí antes de que me exploten las neuronas o se pongan a jugar unas contra sí mismas!

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