De trazo breve y emociones eternas

Vino, vio y venció. 

El ruido al descorchar la botella le golpeó en lo más profundo del cerebro. Un ruido seco, de disparo contenido, parecido al que proferían las escopetas de las ferias que antiguamente recorrían los pueblos. Era un recuerdo tan poderoso y arraigado que su mente le devolvía invariablemente a su infancia cada vez que sonaba. Entonces, volvía a verse escondido entre las cubas como un furtivo, escuchando a su padre disertar sobre lugares lejanos, porque garnacha, macabeo, malvasía, cabernet, significaban para él parajes inalcanzables que olían a madera, a humedad, a uva prensada del paraíso.

 

Después, tras destapar el cuerpo de vidrio, el ritual olfativo también se repetía. El tufo a corcho empapado activaba otras evocaciones, éstas más asociadas a la adolescencia, cuando su padre le instruía sobre temperatura, acidez, gamas de colores bermellones o paletas sobre las distintas tonalidades de blanco que poseía el arco iris del buen viticultor.

 

Cada cata era igual pero a la vez diferente. Siempre eran grupos de desconocidos que acabarían por conocerse alrededor de un caldo y repitiendo el mismo gesto de sorpresa que a su vez dejaba paso a una sonrisa complaciente para con el alquimista que les iba a instruir. Alzó la copa y una imperceptible lágrima de vino resbaló por una de sus mejillas mientras repetía con voz firme el brindis preferido de su padre: “Si el que al mundo vino, no bebe vino. ¿A qué vino?.

José Luis Logar