De trazo breve y emociones eternas

LOS NAIPES LO SABÍAN

 

Esmeralda conoce tu futuro” rezaba el letrero del local. Dudé antes de entrar porque no suelo creer en estas cosas. Siempre me había resultado obsceno que alguien supiese a ciencia cierta lo que iba a pasar con la vida de los demás. Pero lo de llamarse Esmeralda era toda una señal. Una señal cómica, dicho sea de paso, porque yo en esos momentos estaba realmente jorobado. Me había quedado sin trabajo apenas dos meses antes y mi antigua empresa se llamaba “Dulces Notredam”, un negocio de fuerte raigambre familiar que presumía de elaborar la mejor repostería nacional de inspiración francesa. No pude por menos que sonreír ante el cúmulo de coincidencias. Y entré. Allí estaba ella, con su pelo recogido en un pañuelo, sus enormes y redondos ojos negros, sus pendientes de aro, sus muñecas llenas de abalorios, apoyadas sobre una mesa camilla recubierta con un enorme faldón bordado de estrellas y lunas. En el centro de la mesa, como una guinda gigante y blanca, reposaba una bola de cristal que pareció burlarse de mí.

 

Esmeralda me sopesó de pies a cabeza y con un gesto, indicó que me sentara. Tenía un fuerte acento del este de Europa, quizá alemán, quizá húngaro, de esos cuya fuerza recae sobre la primera silaba de las palabras. Le expliqué que quería averiguar si iba a poder encontrar trabajo pronto. Me miró maliciosamente y me dijo que tenía aspecto de no creer en el destino. “Descrrreido” murmuró. Luego apartó la bola de cristal y sacó las cartas del Tarot, mientras me hablaba de Arcanos mayores y cosas que no entendía. De repente me invadió un miedo atávico y me arrepentí de haber entrado. Era demasiado tarde, tras la tirada, cinco cartas quedaron dispuestas sobre la mesa. El Mago, el Carro, la Rueda de la Fortuna, el Diablo Invertido y el Loco. Esmeralda interpretó perfectamente mi cara que oscilaba entre el miedo y el desconcierto. “No debes prrreocupate” me aseguró. “Tu destino te deparrra un porrrvenir brrrillante”. Tres días después me contrataron en una fábrica de papel albal.

José Luis Logar