De trazo breve y emociones eternas

Morir a los veinte.

     Desde el principio intuyó que su vida sería corta. Había nacido en un universo de máquinas y cintas transportadoras, de esas que parecen llevarte a algún sitio, pero que mecánicamente te devuelven al origen. Ella era como tantas otras. Todas lucían el mismo aspecto, la misma medida, el mismo vestido admonitorio, el mismo abrigo dorado arropándoles el corazón. Todas estaban deshabitadas, hasta que las preñaban a cada una  con veinte soldados delgaduchos, apretujados y en formación. Una vez henchidas, ninguna se quedaba en casa y el destino determinaba lo aleatorio de su longevidad.

   A ella le tocó en suerte un almacén vertical y oscuro en el que durmió hasta que la compraron y se la entregaron a su dueña tras deslizarse por un tobogán que la llevó hasta la luz. A todas, implacablemente, les fueron arrebatando uno a uno, esos hijos que se consumían, a veces de dos en dos, otras veces también solo a medias,  antes de ser aplastados o pisoteados.

    Aunque su dueña la eximió de las prisas, los soldados iban desapareciendo tras una irremediable cuenta atrás. La cajetilla, que parecía olvidada sobre la mesa del comedor, rezó por la vida de un último y solitario cartucho que le había garantizado hasta entonces, no acabar maltrecha en la basura. Quizá todavía quedase alguna esperanza. Pero entonces sintió que le levantaban la tapa de los sesos. La mujer sacó el último cigarrillo y lo encendió.

José Luis Logar