La matemática de un párpado
No dejaba de llover. Una lluvia incesante, monótona y acaparadora. Mientras, las luces de la ciudad centelleaban sobre las sombras del paseo, mezclándose con el agua caída, la prisa y la búsqueda de refugio. Desde mi ventana, intentaba contar los charcos gemelos y las salpicaduras de los pasos que los vaciaban. También buscaba entre los cuerpos huidizos, algo que aliviase mi hastío. Entonces apareció tu coqueto paraguas rojo, cómo un corazón huyendo del tedio. Me quedé fascinado. Tu falda surfeaba la incipiente bruma con cada movimiento de cadera, abanicando el aire desdibujado y perezoso de la niebla. Era una imagen de otro tiempo, incrustada en un decorado húmedo por el que te movías esquivando extraños. Luego, cerré los ojos lo que me pareció una fracción de segundo, un lapsus centesimal de tiempo en el que mis pestañas se besaron fugazmente. Aún hoy, estoy convencido de que no pudo ser más que un torpe parpadeo. Fue suficiente para perderte. Tu paraguas había desaparecido, engullido por esa marea anónima y oscura. Y con él, todo tu cuerpo y la posibilidad siquiera de intuirte, de saber quién eras. Después de tantos años, en Cherburgo sigue lloviendo. Y yo, sigo sin perdonárselo a mis ojos.
José Luis Logar
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